Es sorprendente como, en un instante, tu vida puede cambiar. Y ahora, en un momento, me doy cuenta de que todo empezó una tarde de verano como otra cualquiera, en aquella simple playa, tantas veces recorrida. Se marcaban las huellas en la arena, reflejando de dónde vengo, pero no a donde voy. Es irónico como una simple ventolera puede hacer volar tu sombrilla y acabar conociendo al hombre de tu vida. Ese hombre, se llamaba Manuel, en ese momento no sabía que tus ojos verdes me harían sentir siempre como en aquel momento en el que te vi, nerviosa, pequeña, pero a la vez segura. Me perdonaste por el golpe que te había dado mi sombrilla, con una ancha y dulce sonrisa que hizo que me prendara de ti. Conversamos durante un tiempo que se me hizo corto, pero por el que mi amiga Silvia me reprendió. Llevaba casi 20 minutos hablando contigo y ni siquiera me había acordado de ella, ni de cómo había corrido tras la sombrilla. Aquella sombrilla a la que le agradecería después este esperado, pero a la vez, inoportuno momento. Siempre había soñado con enamorarme, sobre todo cuando mi madre se obsesionaba con que me casase, pero a mí no me interesaba el dinero que tuviese su familia o la clase social a la que perteneciese, como le importaba a mi madre. Solo me importaba sentir, sentir lo que era el amor. A menudo tenía dudas sobre si sabría reconocer aquel sentimiento, por eso me sorprendió tanto cuando mi corazón comenzó a latir, tan deprisa nada más ver tus ojos. Ese era el sentimiento, esa era la emoción, ese era mi hombre.
El resto fue sencillo, como mi abuela dijo que tenía que ser. Sin complicaciones, sin discusiones, simplemente siendo guiados por el amor. Fue muy corto el tiempo en el que nos enamoramos, nos comprometimos pronto para formar una familia. Estaba perdidamente enamorada de ti y ahora me doy cuenta de que simplemente estaba perdida. Perdida por un amor que en realidad no era correspondido, el cual se basaba en engaños y mentiras. ¿Cómo esa sonrisa pudo obnubilarme tanto como para no darme cuenta de todas las pistas?
Pensé que eras un héroe, un héroe de guerra al que dar todo lo que tenía, por amor a ti y a nuestra patria. Tus frecuentes ausencias no me hicieron sospechar, incrédula y expectante te esperaba en casa con tu cena favorita, a que volvieses después de cada misión. ¡Cómo no lo pude ver, como no me pude dar cuenta, como pude ser tan estúpida!
Y otra vez el cruel destino cambio mi vida en otro pequeño instante. Esta vez no fue una sombrilla, fue una carta de color amarillo con un sello que procedía de la otra punta del país, cuya autora era tu mujer. Una mujer dolida, frustrada y enfadada, la cual me echaba la culpa de todo lo sucedido. De cómo le habías abandonado con vuestros dos hijos en plena infancia, de cómo desaparecías y volvías pidiendo los restos de un amor ya roto. Ella fue más lista que yo, se dio cuenta mucho antes de lo que yo hubiese hecho. Y es que quizás, jamás me hubiese dado cuenta de la persona tan horrible con la que me había casado. Y aquí me tienes escribiéndote esta carta, que ni siquiera sé si te voy a enviar. Solo sé que al menos, gracias a una mujer que me odia, he abierto los ojos. Me he dado cuenta, de que tal vez parte de la culpa sea mía por no haber aceptado como realmente eras y haber vivido enamorada de la imagen que tenía de ti.
Obra de Joaquín Sorolla publicada en 1909. Paseo a orillas del mar.
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