"El peso de la pérdida"
El reloj marca las siete y media de la tarde, mi
jornada laboral ha finalizado y me dispongo a abandonar el establecimiento
donde ya llevo once años trabajando en el mismo puesto. El cielo está oscuro y
por las calles de Nueva York cientos de personas realizan las últimas compras
del día mientras van sumidos en sus pensamientos.
Hace frío, y me planteo si volver a casa
enseguida. Rápidamente rechazo la idea, aún me abruma la soledad que se respira
en esa casa que heredé cuando murieron mis padres hace un par de años, aún no
la considero mía. Por el contrario decido seguir caminando un poco más en
dirección a mi cafetería favorita como hago cada día.
Me dispongo a entrar, y pronto me invade un calor
en el cuerpo que agradezco enseguida, además del típico olor a café recién
hecho y chocolate caliente. Me acerco a la barra y me pido un café solo,
después me siento en mi mesa favorita, la más alejada de la multitud y cercana
a la ventana. Adoro este lugar, me permite observar a la gente y en ocasiones
absorber una pizca de la felicidad que transmiten. Hoy está plagado de gente,
todos ellos en compañía, lo que me lleva a pensar en la soledad que me lleva
acompañando durante tantos años. Siempre me hago la misma pregunta: “¿Cuál será
su secreto?” y me río amargamente en mi interior, porque sé la respuesta, es también siempre la misma: “inocente,
seguro que ellos no arrastran tanto sufrimiento como tú”.
Lo cierto es que la soledad es placentera, pero no
sabiendo que será lo que me espere el resto de los días de mi vida.
La familia, ceniza. Las amistades, ceniza. El amor
de mi vida, ceniza. ¿Cómo puedo encontrarle sentido a la vida, si todo aquello
que me importaba ya no está?
Los días pasan sin piedad, paso mi vida ocupada en
todo momento, buscando obligaciones constantemente, con el único objetivo de
evadir mi mente de todo el dolor que me invade y me consume lentamente, del mal
recuerdo de la pérdida de mis seres queridos. En esta cafetería paso las horas,
pero cuando cierra… ya no tengo gente feliz a la que observar, toda esperanza
desaparece y llega el momento de encerrarme en la habitación del dolor, de los
recuerdos, del insomnio.
Doy el último sorbo a mi café ya frío, como el
hilo de mis recuerdos y pensamientos, y me detengo. Algo ha llamado mi
atención, corrijo, alguien. Es la primera vez que entra en esta cafetería, lo
sé a ciencia cierta porque forma parte de mi rutina, es alto y delgado, de piel
pálida y ojos claros, creo que verdes porque desde aquí parecen dos pequeñas
esmeraldas. Sí, en todo este tiempo he aprendido a ser demasiado observadora.
Se acaba de sentar en uno de los taburetes vacíos que se sitúan frente a la
barra y por lo que veo, acaba de pedirse un café.
No me preguntéis por qué, yo tampoco conozco la
respuesta, pero desde un principio supe que no era como el resto de personas
que frecuentaban el bar. No desprendía felicidad o alegría como los demás, todo lo
contrario, parecía estar sumido en la más profunda oscuridad. Creo que eso fue
lo que más me llamó la atención de aquel hombre.
No había apartado mis ojos desde que entro en mi
lugar favorito, y entonces ocurrió algo que lo cambió todo. Con su taza de café
aún en la mano, echó un vistazo a todo aquel que se encontraba allí, hasta que
sus ojos se fijaron en los míos, nuestras miradas se cruzaron y entonces sentí
como la esperanza aplacaba tajantemente a la soledad que invadía mi vida.
María Núñez García
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