"Cuando cae la noche"
El día había sido largo, la noche caía e invadía de
oscuridad la habitación, pensó en alumbrarla, pero estaba demasiado cansado. Se
acercó a la ventana y sintió como si la oscuridad le invadiera por dentro y se
dejó envolver por ese halo misterioso tan característico de la noche naciente, la
noche que lo cubre y se apodera de todo, la noche que lo envuelve todo con un
halo de nostalgia y misterio acompañado del silencio y la quietud necesarias
para que una mente atormentada como la suya diera rienda suelta a sus
pensamientos.
Aquellas ventanas
parecían la puerta que separaba tres mundos distintos, uno el de la oscuridad inhóspita
que había llegado hasta el rincón más oculto de su pequeña habitación. Solo la
dorada madera del respaldo de la silla y del cabecero de su cama podrían distinguirse.
El segundo era el mundo más allá de la ventana; el pequeño pueblo de Saint Rémy
que iluminado por la luz de las estrellas y de la luna se mostraba con un aire
onírico y apacible. El tercer mundo, estaba dentro de él y era mucho más grande.
Parecía que la oscuridad se había
apoderado de su alma y él, sin apenas oponer resistencia le entregó su
espíritu. Su cuerpo permanecía presente, inmóvil, inmutable, pero sus
pensamientos habían viajado a años luz de aquella triste habitación y se había embriagado
en aquel cielo lleno de luces chispeantes. Mirar a las estrellas siempre le hacía soñar, se preguntaba por
qué aquellos puntos brillantes del cielo no eran tan accesibles como los puntos
negros del mapa de Francia. Pensó que, así como tomaba el tren para llegar a
Tarascon o Rouen, podría tomar la muerte para alcanzar una estrella. Quería
entregarse a la vida y el júbilo que esta puede traer, pero en su corazón había
heridas sin sanar, la vida le había mostrado su cara menos agradable y ahora se
hallaba en un eterno viaje por el sendero de la nostalgia. En esos momentos la
noche se había convertido en su peor enemiga, pero también en su única compañía.
La luz intranquila de alguna estrella llamaba su atención de vez en cuando y, de
vez en cuando suspiraba y de sus ojos caían lágrimas. Sabía que tenía mucho
dentro, tenía mucho que contar, mucho que demostrar y aún así no tenía ánimos,
se había sumido en una inmensa apatía que le impedía avanzar. Su cabeza, era el
campo de batalla de la tristeza y el deseo de ser feliz. A veces, ganaba ese
incesante deseo y eso le permitía levantarse un día más y regalarle al mundo
unas horas más de su existencia. No es que no le gustase la vida, adoraba el cantar
de los pájaros, el dulce y etéreo baile de los cipreses mecidos por la brisa,
los niños del parque, oír las campanas de la iglesia y coger su pincel y pintar
mundos nuevos. Sin embargo, muchas veces toda esa armonía se desvanecía al son
de la presencia de la melancolía y el vacío que sentía le producía vértigo, el
sinsentido se había hecho presente y el dolor se reflejaba en sus ojos. No, no
tenía miedo a esa tristeza, en el fondo sabía que se había enamorado de ella y
que mantenían los dos una relación de dependencia; ella era para él su fuente
de inspiración y él para ella su única forma de vivir. Pero, como cualquier
pareja, habían tenido sus diferencias y, él sabía que estaban destinados al
desenlace. Ella podría irse y sería libre para empezar de nuevo, pero él llevaba
tiempo vagando por la vida sin rumbo, su mera existencia parecía abrirse ante
un abismo y se había arrojado a él y ya no sabía cómo salir. Quería irse,
quería abandonarlo todo, empezar de nuevo, quería fundirse con el paisaje,
quería bailar al son de la brisa que movía los cipreses, quería ser la luz que
emana de las estrellas y sabía que para eso, debía coger un tren.
Fuente de información:
Beatrice Elena Crasmaru.
ResponderEliminarMe he quedado parado, en la calle, mirando nada, y con una lagrimita en un ojo.
Eres un amor y te lo agradezgo mucho ❤️
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