Mientras se alejaba y se fundía
con la noche cerrada de aquel otoño, yo la miraba.
Grabo en mi memoria estos últimos
segundos que me dedicas. Grabo tus grandes ojos posados en los míos aportándome
la tranquilidad que yo mismo no se darme. Grabo tu boca, que no se si intenta despedirse
o solo me concede una leve sonrisa que me inunda por dentro. Grabo tus mejillas
sonrosadas, esas que se iluminaban cuando reías por cualquier tontería que
había salido de mi boca. Grabo tu perla, nuestra perla, que cuelga de tu oreja
como si fuera digna acaso de ocupar ese privilegiado lugar.
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La miraba como miraría un niño su
globo favorito ascender hacía el cielo, la miraba como miraría una madre a su
hijo mientras lo pierde para siempre, la miraba como miraría una familia su
hogar siendo destruido… la miraba como si fuera la última vez que fuese a verla.
Porque así era, nunca más volvería a hacerlo.
Yo me encontraba allí de pie,
pisando las anaranjadas hojas caídas del gran árbol bajo el cual me encontraba.
Ese árbol que tantas veces nos había servido de refugio contra el resto del
mundo. Nuestro refugio. Ahora estaba desnudo, solo, sin abrigo; todas
sus hojas ya habían caído, ya no servía de refugio. Tal vez porque ya no había
nada que refugiar. Tal vez la última hoja cayó porque tu te fuiste y, tal vez,
estaba demasiado ocupado mirando como te ibas y ni si quiera me percaté de cómo
ésta caía frente a mis pies.
Mientras te alejas y te fundes
con esta noche cerrada de otoño, dejas atrás ruinas.
Las ruinas de lo que queda de
nuestro refugio, las ruinas del recuerdo de los días que pasamos aquí juntos,
las ruinas de lo que queda de mí, mis ruinas. Pero tranquila, mientras te
alejas dejas atrás unas ruinas que nada tienen que envidiar a las de Pompeya,
mucho menos a las de Grecia. Tranquila porque tus ruinas son las ruinas más
bonitas que jamás verás, que jamás veré.
Y como si de una orgullosa guerrera se tratase, te giras un segundo mientras continúas avanzando. Tal vez para observar lo bonitas que son las ruinas que dejas tras de ti, tal vez porque tenías la esperanza de que yo ya me hubiera ido, no lo sé. Solo se que me miras, me miras fijamente por una última vez. Y de repente parece que el árbol vuelve a ser tan frondoso como antes, parece que yo vuelvo a ser yo y que tu no te lo has llevado todo.
Mientras te alejas, te giras y
clavas tu mirada en la mía en esta noche cerrada de otoño, yo me preparo para
decirte adiós.
Recuerdo el día que la
encontramos, el verano todavía no se nos había escapado de entre las manos, la
playa que teníamos ante nosotros fue nuestro refugio aquel día. Recuerdo tus
ojos brillantes de inocencia e ilusión cuando te regalé aquella concha cerrada.
Recuerdo la emoción que te invadió al abrirla y ver el tesoro que escondía.
Recuerdo que dijiste que se trataba del destino, que son cosas que pasan una
vez en la vida, “como lo nuestro” dijiste, que esas dos perlas juntas eran como
tú y como yo, en su propio refugio.
Mientras recordaba, te fundiste
definitivamente con esta noche cerrada de otoño. Meto mi mano en el bolsillo
izquierdo y allí está mi perla, la miro y la vuelvo a guardar en el refugio de
mis pantalones de nuevo. Te has ido, ha llegado el final y solo queda: una
perla en mi bolsillo, las ruinas de nuestro refugio y el recuerdo de tu mirada
diciéndome adiós.
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