Francisco de Goya, Los Fusilamientos.
Sabía que iba a ocurrir y mandé a mis hijos y a mi mujer con su hermana. Abrieron la puerta de mi casa a golpes y a golpes me sacaron de ella, arrastraron mi cuerpo hasta la calle, donde me ataron las manos y me subieron a una carreta donde un hombre uniformado me miraba con unos ojos inexpresivos, ausentes. Pese a su mirada vacía, su cara en general transmitía dolor, casi como si él fuese quien va a ser fusilado esa misma noche y yo no.
El camino transcurrió en un silencio sepulcral, sabía cual iba a ser mi destino y no podía hacer nada para evitarlo. Por fin llegamos al fin del trayecto, tras este viaje ya solo quería que todo acabase; estábamos en las afueras del pueblo, lo suficientemente lejos como para decir que no seguíamos en él, pero lo suficientemente cerca como para que se escuchase el eco de los disparos en todas las casas, avisando de que cualquiera podría ser el siguiente. Me colocaron en la fila y empecé a despedirme de todo el mundo una vez más, pero esta vez sin poder decirlo, sino pensándolo.
El final estaba llegando, un río de sangre cruzaba mis zapatos y poco a poco iba acercándome al inicio de la fila y en mi cabeza no podía parar de pensar en que este va a ser mi último minuto en el mundo. ¡Pam, pam, pam! Los gritos de dolor y piedad eran eclipsados por los disparos certeros hacía el que ya había caído a mi derecha. El cuerpo tendido del rebelado empezó a teñir el suelo de rojo, el líquido que, bombeado por su corazón, recorría hace apenas segundos sus venas, se encontraba manchando el banco terreno del paredón; el humo de la pólvora impregnó dentro de su cuerpo al igual que el cuerpo sin vida del resto de rebeldes que tuvieron su mismo destino; una carreta con dirección a la fosa común más cercana.
Por el cuello de mi camiseta blanca caían mis lágrimas desesperadas. ¡Yo no hice nada, Lo juro! - Grité para pedir clemencia. No tuve respuesta, mejor dicho, no tuve la respuesta que quería.
¡PREPAREEEN, ARMAS! - Ordenó a los soldados el comandante al mando.
¡Se lo ruego, por la vida de mis hijos! - Balbuceé con la nariz llena de mocos y los ojos llenos de lágrimas.
¡Apunten, FUEGO! - Continuó el comandante.
La conversación se acabó, ninguna palabra más salió de mi boca, el olor de la pólvora con la que me disparó el grupo de fusilamiento embadurnó por completo cada recoveco de mi ya inerte, ensangrentado y sufrido cuerpo.
Ahora que mi alma se ha separado de lo que quedó ese día de mi cuerpo, me compadezco de mi mismo, de esos gritos de dolor antes de morir, del sufrimientos que tuve cuando me llevaron al paredón y de tener miedo cuando mi muerte ya estaba anunciada; me compadezco también de meter a mis hijos en mi última súplica en vano, mintiendo, sabiendo que no servía para nada, pero siendo lo que necesitaba hacer: rogar.
Las lágrimas que caían por mis mejillas, me las he llevado al otro lado, siento no haber hecho más cuando pude, siento no haber llevado otra vida más tranquila en otro lado, siento revelarme y siento no haberme revelado más, siento no haber vivido para nada, siento no haber vivido como quería y siento no haber pasado más tiempo con mi familia.
Solo me queda vagar eternamente, solo, sufriendo mi condena eterna, sin lágrimas porque ya no tengo ojos con los que llorar, aunque es lo que me apetecería ahora hacer.
Adiós cuerpo, adiós alma, ya no puedo arrepentirme de nada más, que la luz me guíe a lo que quiera que haya más allá; si lo que tendré en muerte es el infierno, me acostumbraré al fuego y al sufrimiento eterno, si lo que me espera son las puertas del cielo abiertas para que pase, gracias a San Pedro por dejarme entrar al paraíso, y si me espera cualquier otra cosa, no me queda otra que avanzar hasta que no me dejen hacerlo más.
Alberto Novillo Morales.
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