El beso. Gustav Klimt (1907-1908)
Österreichischen Galerie de Viena
Óleo con laminillas de oro y estaño sobre lienzo 180x180 cm
Son
muy jóvenes. Les queda toda la vida por delante, pero no la pasarán el uno al
lado del otro. No podrán permanecer el resto de sus días junto a la persona que
aman fervientemente. El tiempo se ha acabado, apremia cual reloj de Clepsidra
al orador ateniense y esa temida y procrastinada despedida se materializa aquí
y ahora. Se tienen que marchar. Se besaron por penúltima vez.
Sólo
ellos saben y experimentan la apabullante aflicción del último adiós en contra
de su voluntad. Desde ahora, dónde antes estaba ella sólo quedará anhelo y dónde
antes estaba él desconsuelo.
No
es justo. Os unió el mismísimo Eros, os enamorasteis y os amabais sin reservas,
sin miedos. Lo seguís haciendo, y esa adoración que os profesáis jamás
desaparecerá ni siquiera se atenuará. Será lo único que les quede, eso y los
recuerdos en sus mentes a modo de impronta.
-
Siempre te
llevaré en mi corazón.
Se llevaron las manos al corazón.
-
Yo también mi
vida.
-
¿Por qué el
cruel destino se ceba con nuestro amor?
-
Tal vez en otra
vida podamos estar juntos, es lo único que me mantiene cuerda.
-
No nos merecemos
esto.
Tienen
razón, no lo merecen pero su futuro ya estaba escrito y no lo podían modificar
a su antojo. La vida sin la persona amada se convierte en un infierno a modo de
enfermedad crónica, un desasosiego para toda la vida.
-
Ojalá pudiésemos
quedarnos los dos aquí, en la ciudad que vio nacer y crecer nuestro amor, en
cada esquina de esta ciudad hemos alimentado este amor devastador.
-
Sí, pero te
tienes que marchar.
De sus bocas se escapó un suspiro acompasado.
-
¿Y si les
contamos la verdad? Quizás así…
-
No, sabes que
nos matarían y no podría soportar la idea de un mundo donde tú no existieras.
-
Prefiero no
pensar que es lo que te harían a ti…
-
Huyamos lejos de
aquí entonces.
-
Ya lo hemos
intentado, sabes que no podemos.
-
¿Crees que en el
futuro otras parejas vivirán este calvario?
-
Espero que no.
Ojalá nuestros hijos sean capaces de amar libremente.
Ella se llevó la mano al abultado vientre.
-
Siempre tendré
junto a mí una parte de ti.
-
Daría mi vida
por ver su carita. Lo imagino con tus ojos grandes, curiosos e inteligentes y
esa sonrisa torcida que me vuelve loco.
Él besó su barriga y a continuación se irguió
para posar sus labios sobre los suyos. Este sí que es el último beso. En ese
mismo momento el tiempo se detuvo, el mundo para ellos dejó de existir y
volaron. Él besó sus suaves y tiernos labios impregnados de su carmín bermejo favorito
a la vez que frotaba su lengua cálida y mojada contra la de ella de manera
ferviente y delicada a la vez, un beso que encerraba pasión y amor
incondicional por doquier. Ella respondió solapando apresuradamente sus labios
con los suyos, ásperos y agrietados pero dulces como el néctar y respondió la a
provocación de su lengua húmeda y hábil. Sus pulsos se aceleraron, sus
corazones iban tan rápido como el aleteo del colibrí más ágil. La respiración agitada por
el éxtasis del momento les hacía proferir sonidos de puro gozo mientras sus
cuerpos se entrelazaban fundiéndose en uno sólo. Se apartaron lentamente
mientras respiraba uno el aliento del otro.
Recordaron ese sabor toda la vida, estuvo
presente en cada instante de sus respectivas existencias. A partir de ese
momento sus cuerpos estuvieron separados por miles de kilómetros, pero sus
corazones no permanecieron separados ni un solo segundo, permanecieron juntos
en la distancia hasta su último hálito, uno pegado al otro, como durante ese
beso en la estación, el más bello y triste de la historia.
Esther García Medina
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