La noche estrellada - Vincent van Gogh
Como cada tarde, y antes de entrar en el museo, se tomaba un café descafeinado con doble de crema en la cafetería que estaba frente a su destino diario.
La verdad es que el café no se parecía al que ella le preparaba, pero al menos le reconfortaba.
El Moma le ayudaba a pasar sus días con la mente ocupada. Pasar las tardes sentado frente a un cuadro diferente cada día le ayudaba a no pensar en nada más.
Aquél museo ejercía sobre él una atracción especial, y sin saber porque, se dirigía a él día tras día.
Entraba siempre por la misma puerta e iba recorriendo sala tras sala hasta que algún cuadro le llamaba la atención, entonces, se sentaba delante y esperaba a que algo sucediera. Ese día tampoco pasó nada.
Al salir, la noche caía sobre la ciudad. Hacía frío y un viento húmedo le rodeaba levantando a su alrededor las hojas caídas de los árboles.
El brillo de la luna iluminaba las calles a su paso hasta llegar a su casa, a su salón, donde se sentaba en el sillón frente la chimenea hasta que lograba conciliar el sueño.
Por la mañana sólo dejaba pasar las horas intentando entretenerse en algo que controlara su impulso de pasar todo el día sentado frente a algún cuadro.
Al llegar la tarde, y como siempre, repitió los mismos pasos hasta sentarse frente a un cuadro. No se había fijado especialmente en él, pero algo hizo que tomara asiento delante suya.
Mientras se quitaba el abrigo, la bufanda y el sombrero pensaba en ella.
Ansiaba volver a verla, pero era imposible. Aquella maldita enfermedad le había separado de su amor hacía ya dos años, en los que su vida sólo consistía en buscar una señal, algo que le dijera dónde estaba ella.
Mientras se limpiaba las gafas con aquel pañuelo que le regaló con sus iniciales bordadas, levantó la vista y se fijó en que el cuadro de hoy era diferente. Negro, oscuro y a la vez tan brillante.
Colocándose las gafas en su sitio, enfocó mejor la vista y empezó a fijarse punto por punto en aquel cuadro.
Aquellas pinceladas amarillas y blancas formando estrellas le transmitían calor. Le recordaban al pelo dorado de ella, más blanco que dorado en los últimos años.
Los remolinos que formaban las pinceladas blancas y azules parecían querer elevarle hasta aquel cielo repleto de estrellas.
Sin darse cuenta pasó la tarde visitando con su imaginación cada una de las casas que el artista había retratado. Tras las ventanas iluminadas imaginaba su hogar cálido en la compañía de ella.
Subió y bajó las colinas azules y se sentó junto a las formas negras que ascendían hacia el cielo de aquella obra.
Se sobresaltó cuando el vigilante de la sala le recordó que era la hora del cierre y, poniéndose su abrigo y su bufanda, suspiró. Podía sentir que ella estaba allí, esperándole de alguna manera.
Al salir agradeció la bufanda y el sombrero. Era una noche fría, pero muy luminosa.
Levantando la vista al cielo vio una luna radiante que brillaba con un matiz distinto al de otros días, con algo especial que le hizo recordar a aquel cuadro. Las estrellas parpadeaban como lanzando mensajes.
Por un momento pensó que quizás querrían decirle algo... y sonrió, ...
- Un viejo con demasiada imaginación, pensó.
Se sentó en un banco de aquel parque y miró hacia su alrededor.
A su izquierda, y al igual que en el cuadro, los altos árboles levantaban sus ramas oscuras queriendo tocar el cielo.
El frío movido por los remolinos del viento le rodeaba haciéndole sentir calor en aquél gélido abrazo.
Cerró los ojos por última vez mientras sentía que el viento le elevaba.
A la mañana siguiente, el barrendero del parque se acercó con cuidado a aquel anciano que dormía acurrucado.
Su corazón no latía, pero su cara reflejaba felicidad.
Sólo los expertos en arte se podrían haber dado cuenta de ello. Apenas se apreciaba a simple vista, pero ahora había una nueva ventana iluminada en una de las casitas de aquel cuadro.
Quizás una alteración química de la pintura que Vincent van Gogh utilizó... o quizás no...
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