El nacimiento de Venus-Sandro Boticelli
Imagen tomada de: http://blogarteehistoria.blogspot.com/2014/03/comentario-de-el-nacimiento-de-venus.html
La Venus que camina descalza
Mírame, esta soy yo. Un pelo ensortijado, mentalmente
inestable, discapacidad visual y lo que consideraría la sociedad como “con unos
kilos de más”. Básicamente, un cuadro de persona. Cuando era pequeña solía
correr desnuda por la orilla de la playa destrozando los castillos que otros
habían construido.
Hace dos años que me diagnosticaron lo que los médicos
llamarían un “carcinoma medular de la mama”, es decir, una putada. La noticia cayó
como un cubo de agua Siberiana. Aún recuerdo las manos envejecidas de mi madre
sobre mi pecho, con la mirada perdida, intentado encontrar la explicación a por
qué este castigo divino. Todos en mi familia teníamos la esperanza de que la
herencia genética que nos había dejado la bisabuela hubiese pasado página.
Y ahí estaba
yo frente al espejo, desnuda, con mi pecho derecho amputado y los primeros
mechones rubios sobre el lavabo. Mi alegoría a la feminidad se desplomaba como
la Bolsa de Nueva York en el Crack del 29. Las lágrimas avivaron el color verde
de mis ojos, y me hicieron recordar por todo aquello que había luchado, por la
vida.
Es curioso,
como trabaja el cerebro humano. Yo ahí, recién diagnosticada y la única
preocupación que cruzaba mi cabeza es mi pelo y mi pecho. No quiero pensar en
ello. Supongo que será mi mente intentando distraerse. He estado pensando
mucho, supongo que es algo que viene con las largas horas que paso tendida
sobre el sofá recibiendo el “tratamiento”. Me hace gracia como algo que se supone que
debe sanarte casi hace preferir morirse, porque es duro, muy duro.
A veces imagino que salto por un
acantilado al mar y las olas me abrazan, me mecen, me acarician. Y poco a poco
comienzo a dormirme, tranquila, libre de preocupaciones.
No me malinterpretes, no me estaría
rindiendo, solamente me estaría dejando llevar. Sí, creo que es eso, solamente
me apetece descansar.
Sin embargo, no puedo, he llegado
demasiado lejos. Recuerdo a todas esas mujeres que han pasado por esto,
fuertes, positivas e imparables. Han vencido a su peor enemigo, que no era el
cáncer, sino ellas mismas. Porque la enfermedad no es más que un cúmulo de
células revolucionadas que no se han puesto de acuerdo con el resto de mi
cuerpo.
Mi mente, por otro lado, eso sí que no
puede extirparse. No puedo abrirme la cabeza contra la esquina de la mesa y
sacar los malos pensamientos. No puedo esconderme bajo las mantas de mi cama e
imaginar que no existe, porque está ahí, constantemente.
Esta enfermedad no solo se ha llevado
mi pecho o mi pelo. Se ha llevado mucho más. Un pedacito de mi alma, de mi
fuerza mental, un pedacito de mi madre, de mi padre, de mis amigos.
Es como un mal amante, que llega a
casa sin avisar, de madrugada, buscando algo o alguien para ahogar sus penas.
Recuerdo una canción que sonaba
continuamente, la típica balada demasiado dramática para resultar creíble. Pero
aun así recuerdo esa frase, y por primera vez en meses algo cambió en mí.
“It’s always
darkest before the dawn”
Cogí la vieja afeitadora de papá y dejé caer los mechones
contra el suelo del baño. Me acaricié la cabeza intentando calmarme y asimilar
mi nueva imagen. Y contra todo pronóstico, seguía viéndome guapa.
Hoy hace
tres meses y siete días que superé el cáncer. He decidido salir a dar un paseo
por la playa.
Desnuda.
¡Ale, a
correr!
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