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TERRAZA DE CAFÉ POR LA NOCHE. Vicent Van Gogh





Han pasado ya ocho años desde que me senté en esta terraza por última vez ese verano de 1888. Recuerdo escribir a mi hermana todas las noches que me sentaba aquí, recuerdo el olor de los cafés que preparaba Don Mariano todas las noches y de las tazas en las que los servía. Cada día me tocaba una diferente, yo creo que él sabía que analizaba cada uno de los dibujos y colores que aparecían en esas pequeñas tacitas de porcelana. Mi favorita era una de fondo blanco roto y con un dibujo un poco desgastado, eran flores en diferentes tonos de azules que no se si eran así o con el uso unas flores parecían más claras que otras. Yo me pasaba minutos y minutos imaginándome quién habría usado esa taza, la cantidad de historias que podría contar una simple taza. Y mi favorita era aquella porque, para mí, era la que más había vivido.
Probablemente ese fue el mejor verano de mi vida, y en gran parte, fueron esas noche en la Place du Forum, la que hicieron que la recuerde con tanto cariño, que cada vez que cerraba los ojos en mi casa en España, me deslumbrase la pequeña luz amarilla que iluminaba toda la terraza, sintiese los hierros de las las incomodas sillas donde más de una vez se me enganchaba el vestido y se me clavaba el respaldo, escuchase esas voces hablando en francés en un susurro casi indescifrable, sintiese la brisa que corría por las calles que desembocaban en la plaza… 
Y aquí estoy de nuevo, en la pequeña ciudad que tanto me enseño ese verano, sin embargo, no se si es porque con mis dieciocho años era una joven llena de ilusiones, de sueños que cumplir, de ambiciones o que mi mente me ha jugado una mala pasada, que ha adornado cada rincón de mi pequeña Arlés,  que ahora se me hace pequeño. Ya no siento esa sensación de hogar cuando paseaba al lado del hermoso rio Ródano, o la necesidad de pasar todos los días por delante de la espectacular Iglesia de San Trófimo. De aquellas las rojas e imponentes puertas que permitían la entrada a esa Iglesia me parecían gigantes, me parecían hermosos cada uno de los detalles que las rodeaban. Las vidrieras que iluminaban cada rincón, la alfombra roja que permitía la llegada al altar o las pequeñas vallas hechas con oro… me acuerdo de cada detalle cerrando los ojos, no necesitaba volver a entrar para estar allí, sin embargo, entré y todo me decepcionó. Lo vi muy descuidado, lleno de gente, se había perdido esa intimidad, la sensación de paz que me envolvía cada vez que entraba. 
Mi marido se da cuenta de mi decepción, de mi cambio de humor hace apenas unas horas de camino hasta aquí, donde no paraba de hablar, de contarle anécdotas de esos tres meses que pasé allí, de las ganas que tenía de enseñarle cada rincón, de mostrarle los lugares donde ocurrían las miles de anécdotas que le llevaba contando los últimos cinco años. Tenía ganas de volver a ver a Annette y a Ernesto que fueron los que me acogieron ese verano, él era primo hermano de mi madre y me trataron como si fuese su hija. 
De lo que nunca le hablé fue de Pierre, mi primer amor, era el hijo mayor de los panaderos del pueblo. Era un año mayor que yo, fuerte y alto. Siempre iba en bicicleta con su perfecto cabello castaño, sus ojos verdes siempre estaban alegres y la sonrisa no desaparecía de su boca ni un momento, y eso que madrugaba como el que más para ayudar en la panadería y después estaba toda la mañana de una casa a otra repartiendo pan y croissants recién hechos. Pierre fue la primera persona a la que conocí, mi primer amigo y mi guía los primeros días allí. Cuando acababa de hacer los repartos, me pasaba a buscar en la bicicleta yo cogía la que me dejó Annette, era color amarillo pastel, el sillín y los manillares marrones a juego con el cesto que decoraba la parte delantera. Él hizo que esos meses fuesen mágicos, y ahora lo se, lo sé porque todo se había vuelto triste, llevaba todo el día con una sensación de decepción dentro de mí, nada era igual, me sentía así hasta que de repente, se cruzo delante nuestro, sus ojos verdes que ahora parecían más cansados se quedaron fijos en mí. En ese momento me di cuenta que lo mágico de ese verano de 1888 no fue ni la Iglesia, ni los cafés en la Place du Forum, fue su compañía, fueron las risas que no cesaban cada vez que estábamos juntos. Pierre había sido mi verano. 

ISABEL AZNAR CASAS



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