Era una tarde más en Oslo. Como cada día, salí a pasear,
quería despejarme del estrés del trabajo, aislarme de la presión a la que
estaba sometido día tras día. Atravesé las angustiosas y ruidosas calles del
centro de la ciudad, entre los cientos de individuos que conformaban una marea
de sombreros y chisteras, todos iguales, parecían clones sin alma. Todos
caminaban con un destino claro, con decisión, pero sin emociones.
Llegué a las afueras y pude respirar el aire limpio del
paisaje de Oslo, el sonido del río que despejaba mi mente y me invitaba a ser
uno más en la naturaleza. Lejos del estrés, del trabajo, de la rutina. Me
sentía bien, vivo, aunque solo.
Me dispuse a subir aquella colina para ver el río desde arriba. Todo es más bonito cuando se ve desde otra perspectiva, todo es más bonito cuando se cambia, cuando se lucha por hacerlo distinto a la rutina del día a día. Por eso decidí alejarme de la muchedumbre y me dispuse a caminar por el paseo que atravesaba el río. Podía sentir las frías aguas con solo mirarlas, el movimiento, la vida y la libertad. En verdad el río era parecido a la vida en la ciudad, todo tenía una dirección, al igual que las personas que caminaban por las céntricas calles de Oslo. De repente el río se fusionó con el cielo en un contraste de colores. El escenario cambió completamente para mí, para todos. Sobre mí se tornó un cielo anaranjado, rojizo, como la sangre. Poco a poco sentía que el día estaba llegando a su fin, que era la hora de volver a casa, a descansar para el día de mañana volver a trabajar. Era una rutina que me mantenía, pero a la vez me mataba. Me sentía preso de mí mismo, no podía soportar la idea de tener que volver a casa, de tener que abandonar este lugar. Solo el pensar en tener que volver a atravesar aquella marea de sombreros y chisteras me aterrorizaba. Me sentía solo en medio de la multitud y no podía hacer nada para cambiarlo, necesitaba encontrarme y comenzar a vivir.
Me dispuse a subir aquella colina para ver el río desde arriba. Todo es más bonito cuando se ve desde otra perspectiva, todo es más bonito cuando se cambia, cuando se lucha por hacerlo distinto a la rutina del día a día. Por eso decidí alejarme de la muchedumbre y me dispuse a caminar por el paseo que atravesaba el río. Podía sentir las frías aguas con solo mirarlas, el movimiento, la vida y la libertad. En verdad el río era parecido a la vida en la ciudad, todo tenía una dirección, al igual que las personas que caminaban por las céntricas calles de Oslo. De repente el río se fusionó con el cielo en un contraste de colores. El escenario cambió completamente para mí, para todos. Sobre mí se tornó un cielo anaranjado, rojizo, como la sangre. Poco a poco sentía que el día estaba llegando a su fin, que era la hora de volver a casa, a descansar para el día de mañana volver a trabajar. Era una rutina que me mantenía, pero a la vez me mataba. Me sentía preso de mí mismo, no podía soportar la idea de tener que volver a casa, de tener que abandonar este lugar. Solo el pensar en tener que volver a atravesar aquella marea de sombreros y chisteras me aterrorizaba. Me sentía solo en medio de la multitud y no podía hacer nada para cambiarlo, necesitaba encontrarme y comenzar a vivir.
Una ráfaga de viento cruzó el puente e hizo volar mi
chistera. En ese momento me di cuenta de todo, me di cuenta de que yo, que
creía ser diferente, era uno más entre la marea de sombreros y chisteras, era
un peón más del juego. Cómo podía no haberme dado cuenta antes, yo, que me
creía tan libre en este lugar, y resulta que seguía siendo preso de mi rutina,
de la sociedad, de mi trabajo. Una nube de sentimientos atravesó mi mente como
un puñal, la soledad invadía mi alma y a mi alrededor solo había unas cuantas
personas, con sombrero y chistera, caminando de forma aislada por el puente que
cruza el río. Me di cuenta de que no somos nadie, somos como nos han hecho ser,
somos parte de un movimiento del que no formamos parte, en definitiva, no somos
nada, no soy nadie. Empecé a agitarme ante tal situación, me encontraba
nervioso, con miedo, necesitaba saber quién era aparte de un hombre con
chistera, necesitaba saber quiénes eran los demás debajo de esa negra túnica,
necesitaba saber qué escondían esos sombreros y esas chisteras.
El sol emitía ya sus últimos rayos, y a lo lejos se
acercaban dos siluetas negras hacia mí, parecía que venían a buscarme, querían
algo de mí, y eso me aterraba y a la vez me consolaba. Pensé por un momento que
habían conseguido verme entre cientos vestidos igual que yo, pensaba que por
fin acabaría mi soledad, que había más gente como yo, dispuestos a caminar sin
su chistera, dispuestos a vivir en libertad. Cuando los dos hombres llegaron
hacia mí, pasaron de largo, ni si quiera se giraron, como si fuera invisible…
En ese momento vi que no era nadie, que nadie me veía, que seguía estando solo,
era invisible, atado a la rutina de la sociedad, al igual que el resto. No
podía concebir la idea de estar solo, esa idea me torturaba por dentro, para la
rutina, el trabajo, todo lo veía como una tortura hacia mi libertad. Y en esa
soledad, cuando los dos hombres ya se estaban alejando, el miedo se apoderó de
mí.
Y grité.
Obra: El Grito, Edvard Munch
Edvard Munch (1863-1944) nació en Noruega y fue muy
influente en el expresionismo alemán de los comienzos del siglo XX. En sus
obras trata de reflejar sentimientos tales como la angustia o desesperación del
hombre moderno, propios de los acontecimientos que vivía la época durante la
revolución industrial. Sus cuadros poseían gran expresividad y agresividad en
la transmisión del mensaje. Como otros pintores expresionistas, utiliza colores
fuertes y utiliza la deformación en sus cuadros.
Obra: El Grito, Edvard Munch
Datos del
autor.
Sergio Pérez González.
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