Figura en una finestra
(figura en una ventana) de Salvador Dalí
“Ni una vez más”, eso me dije la última vez que sus gritos resonaron en
la habitación, culpándome, humillándome tan solo por llevar un poco de carmín
en mis labios, aquellos que ya no besaba porque estaba saciado de los besos a
media noche de muchachas que encontraba perdidas en cualquier bar de carretera.
“¿Por qué?”, eso me preguntaba cada mañana, al
despertarme y no encontrarle a mi lado izquierdo de la cama, ¿por qué le seguía
amando?, ¿por qué seguía esperándolo cada noche, perdonándole cada grito, cada
pelea, cada golpe?… ¿era realmente miedo?, pero, ¿miedo a qué?, quizás a la
soledad, a no tener a nadie a quien
preparar el almuerzo, planchar la ropa, y dar explicaciones. Miedo a no ser
suficiente mujer, o al menos a no ser suficientemente buena. Miedo a escuchar
la cerradura, y oler el alcohol, esas eran suficientes pruebas para comprender
que sería otra noche más sin dormir, sin calma, que algo habría hecho mal, y mi
cuerpo se preparaba para una velada más orquestada por insultos, rugidos y
zarandeos. Sin embargo el miedo no desaparecía ni un solo minuto, miedo a no
encontrar a alguien o algo mejor, sin él no soy nadie, no me había dedicado a
otra cosa. Mi vida era él, me condenaba un día tras otro.
Aquella casa se había convertido en cárcel hace
mucho tiempo, con el primer golpe. Ese golpe lo cambio todo, ya no le idolatraba,
sino que me aterrorizaba, dejé de tener esperanzas en que cambiaría, y
sobretodo dejé de poner fuerzas, que no tenía, para ello. Con ese golpe dejé de
ser yo, cuando me miré al espejo, con aquel pómulo morado, no me reconocí, ¿cómo
había llegado hasta allí?, ¿qué habría hecho mal?, solo sentía culpa al
apreciar aquel rostro, que desgraciadamente era mío. Las lágrimas cayeron y el
escozor que provocaban en la raja de mi labio inferior hinchado me hacía
recordar todo lo vivido la noche anterior. Y entonces no me quedó otra
alternativa que intentar maquillarlo, como cada historia que le contaba a la
gente, detestaba mentir, pero sobretodo detestaba la mirada de la gente,
compadeciéndose de mí, al mismo tiempo que le culpaban, era consciente de que algo
no iba bien, pero no me gustaba nada oír a la gente hablar mal de él, no le
habían visto con los ojos con los que yo le veía, no habían conocido a aquel
chiquillo que se enamoraba por primera vez, era perfecto, y ese era el único
argumento que me quedaba para resistir.
Y por eso, para no mentir a la gente, ni tener que
darle a él explicaciones, dejé de andar por las calles, de socializarme, y
aumenté mi condena. Lo único que podía respirar del exterior era la brisa del
mar que asomaba a mi ventana, me atrapaba y me dejaba ir, me arrimaba a ella y
me asomaba a observar los barcos pesqueros, las gaviotas revolotear, el romper
de las olas, sentir el sol en mi piel. Y allí, en ese pequeño rincón, podría
pasarme horas, soñando que era libre, pero principalmente que era feliz. En
aquella ventana, que pronto se convirtió en mi refugio, sentía paz y sanación,
allí parecía todo idílico, incluso cuando lloraba me sentía más aliviada,
pensaba que las lágrimas que brotaban de mis ojos tendrían un buen fin, ya que contribuirían
a hacer algo más grande aquel mar sobre el que lloraba.
Fue precisamente en ese remanso de paz que había
creado de mi ventana, el lugar donde empecé mi vida, fue allí entre dos
cortinas y unas vistas idílicas, aún con las secuelas en mi piel de aquella
noche infernal, en el que sentí que le procesaba más miedo que amor, porque sí,
aunque supongo que le amaba, o eso creía, ya que esta era la única forma de
amar que conocía, también supe, sin saber cómo, que no quería morir en sus
manos de un mal golpe, supe, que quería vivir, y decidí que era el momento de
correr, y corrí lejos de allí, cual
fugitiva, huyendo para construir mi
vida. Y fue así, como nunca más volví a asomarme por aquella ventana.
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